Ya estamos en casa. Ya están las mochiles deshechas, la ropa en la lavadora y las sandalias recogidas. Las fotos están descargadas, las cuentas hechas y el correo revisado.
Es increíble cómo, en solo dos días, todos los sabores, los olores, las prisas, los madrugones, las interminables horas en autobús, las vistas maravillosas, las puestas de sol, las noches deambulando por los mercados, las risas, la naturaleza irreal, los sentimientos encontrados… se van esfumando poco a poco, dejando paso a la tranquilidad y a la rutina habitual. Todo lo que hace nada era real ya es solo un recuerdo feliz y nostálgico, y así debe ser. Porque la vida sigue y, qué narices, a mí me apetece que siga.
Ha sido un viaje maravilloso. No es que haya marcado un antes y un después, esas cosas no sé si pasan, y mi antes ya era muy feliz, pero sí que me ha reafirmado en lo que ya sabía, en cómo quiero que sea mi después. Hay tres cosas que me hacen totalmente feliz y que no han cambiado ni un poquito: mi familia (Jimena incluida), mi trabajo y viajar. Aunque no aspiro a ser rica ni a dar la vuelta al mundo, lo único que necesito es encontrar un equilibrio entre las tres.
Ya os conté alguna vez que yo siempre he sido una niña enfermiza y enclenque, así que, quizás por desgracia, desde muy pequeña he aprendido que la vida hay que disfrutarla y exprimirla a tope cuando se está bien. Porque los malos momentos siempre llegan y te fastidian. Pero también siempre pasan, y es momento de cantar y bailar otra vez. Os parecerá que he vuelto yo muy zen, y no os digo que no. Pero en este mundo tan competitivo y lleno de envidias y rollos, a veces es estupendo alejarte un poco para recuperar la perspectiva, reafirmarte en lo que ya sabías y seguir volcándote en lo que te hace feliz.
Os dije que este viaje no ha cambiado mi vida pero sí que he aprendido mucho. Siempre se aprende, aunque no lo notemos, y el poso va quedando, va quedando… y al sudeste asiático he ido tan a ciegas que me he sorprendido, horrorizado y maravillado a cada paso. Había días que tenía tal sobredosis de sensaciones que no sabía si reír o llorar. He aprendido mucho del entorno, y he aprendido mucho de mí misma.
He aprendido que compartir el viaje con 700 personas a través de instagram es divertidísimo y reconfortante. Me lo he pasado fenomenal, muchísimas gracias por vuestros comentarios, de verdad! He aprendido que puedo vivir (feliz) con muy, muy poco. Seis prendas, dos calzados, un bolso. ¿Necesito tanto en mi día a día? Aún tengo que pensarlo. He aprendido que, esta vez sin lugar a dudas, puedo dormir en cualquier lugar, en horizontal, sentada y hasta en vertical. He aprendido que soy menos escrupulosa de lo que pensaba, y que puedo compartir amablemente mi habitación con ranas, cucarachas, hormigas, arañas, mosquitos y hasta chinches. He aprendido que puedo comer (o al menos probar) de todo, mientras no esté vivo. He (re)aprendido que sin Iván nada tiene sentido. He aprendido que a lo mejor no soy fuerte, pero sí que soy resistente. He aprendido que tengo poca paciencia, que me cabreo mucho cuando me intentan timar continuamente, que me cuesta hablar con la gente, que soy algo prejuiciosa y que soy muy insoportable cuando tengo hambre. No está mal, ¿no?
Y por hoy es suficiente, retomo mis bodas y a mis novias con muchísimas ganas mientras empiezo a darle vueltas ya a la siguiente aventura. Y, si os apetece, os iré contando más cada semana.
Pero antes de terminar, muy importante, tengo que darle un millón de gracias a Berta, mi community manager favorita, por haberse quedado al pie del cañón todo este tiempo. No os hacéis una idea de cuantísimo me cuesta delegar, y me he ido de lo más tranquila sabiendo que ella se quedaba al mando. Tanto que ni había mirado Facebook en todo este tiempo, y he visto que sus flechazos han sido todo un exitazo. ¡Mil gracias, eres una crack!
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¡Un beso enorme y feliz lunes! ¡Y qué ganas de decirlo otra vez!
Indara
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